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Un dulce reencuentro

Un dulce reencuentro

No había demasiados motivos para regresar a Ávila. Desde la pérdida de su madre, la vida había colocado a Sara lejos de su ciudad natal y pocas cosas quedaban en ella, más allá de melancólicos recuerdos. Hacía años que en su maleta no dejaba de colocar pegatinas de todos los lugares donde había viajado para buscar su lugar en el mundo.

Pero en ese juego de malabares que siempre la acompañó, su camino viraba de nuevo hacia la vieja muralla. Con el sol escondido tras una maraña de nubes, ella puso pie en la estación que apenas había cambiado en estos años.

Paseó por la ciudad, con el desconsuelo del exiliado, definitivamente, ya no brillaba igual que en los buenos tiempos. Apenas mantenía el contacto con algunos familiares y un par de vecinos que echaban un vistazo, de vez en cuando, a la antigua casa de sus padres. Ni siquiera el replique de campanas que llamaba a la procesión de aquel día de Semana Santa, cambió la perspectiva de unos recuerdos que ahora se teñían de gris.

—¿Sara? —dijo una voz frente a ella.

Tardó algunos segundos, pero enseguida supo de quién se trataba. Era un rostro tan familiar como lejano en su memoria. El mismo con el que tantas tardes, confesiones, lágrimas y risas compartió. El mismo con el que la ciudad se quedaba vacía cuando caminaban de la mano en la oscuridad de las noches. El mismo que desapareció en el tiempo por las cosas de la vida.

—¿Marcos?

Y después de las dudas del primer instante, llegó un abrazo de los que hacen regresar a casa. Era él, el de siempre, el de toda la vida. Marcos, el de las cartas, el de los primeros SMS y las miradas furtivas en las clases. Pero también el de los malos momentos en los que todo se empezó a torcer, el de las despedidas, las dudas y el dolor de los caminos que se separan. Pero ahí estaban, después de tantos años, frente a frente. ¿Y cómo rechazar una invitación a un café, como los que entonces tomaban?

Se sentaron en la terraza de Santa Teresa, en el Mercado Grande envueltos aún en sus abrigos y mirándose a unos ojos que habían visto ya demasiadas batallas. Cambiando acné por arrugas, pero en fin, ella y él en el mismo lugar de siempre.

En su conversación, descubrieron que ambos habían tenido un camino demasiado duro para llegar hasta allí, muy lejos de lo que imaginaron cuando eran un par de universitarios. Marcos había dejado atrás una depresión que lo había sumido en una oscuridad sin fin y que acabó separándoles, ella había tratado de ordenar su vida olvidándolo todo, como si nada hubiese sucedido. ¿Cuánto tiempo había pasado? Demasiado para dos personas que compartieron tanto.

—…y ahora parecemos dos extraños—continuó Marcos la conversación con una media sonrisa.

—Cómo cambian las cosas.

—Hay algunas que no—dijo él mientras partía con su cucharilla un trozo de la torrija del plato de Sara.

—¿Qué te pasó?

—Demasiado tiempo centrado en cosas que no importan. Me estaba muriendo y no me daba cuenta—confesó Marcos.

—¿Muriendo?

—Hay muchas formas de morir. Hemos construido un mundo en el que nos exigimos tanto y damos tanta importancia a cosas que no la tienen, que nos olvidamos de por qué estamos aquí, y, al final, ¿para qué? ¿Para tener un poco más? ¿Para llegar un poco más lejos? No creo que estemos aquí para eso.

—Entonces, ¿para qué?

El hombre se quedó en silencio por unos segundos, como si estuviera reflexionando. Finalmente, levantó la mirada y dijo:

—Para volver a vernos, supongo, para compartir esta taza de café. Tenías razón, lo dijiste muchas veces, pero no te supe entender. Son estas pequeñas cosas las que nos quedan al final del camino, quizá por eso te perdí. Pero no habría valido la pena tanto esfuerzo, si al final no hubiera podido estar aquí de nuevo, a tu lado. Siempre hay un motivo para seguir adelante, por oscuro que esté todo.

Sara asintió con timidez.

—Las torrijas, por ejemplo…—sonrió ella cambiando el gesto de inmediato y quitándole ahora un pedazo de su plato.

—Las de Santa Teresa, como en aquel mes de abril. ¿Y tú? ¿Por qué has vuelto?

Ella ahogó una lágrima.

—Tenía que visitarla, la vida se me partió cuando se fue. Me cuesta un mundo ir al cementerio. Pero la Semana Santa…le encantaba, ya sabes.

—Apreciaba mucho a tu madre.

—Ella a ti también, es una lástima que las cosas no fueran bien entre nosotros.

De nuevo un silencio largo se dibujó entre los dos, con el sonido de los tambores de los penitentes retumbando al otro lado de la muralla.

—Deberías ir a verla, seguro que se alegra. Si algo he aprendido en este tiempo es que la vida puede ser tan simple como reír siempre que podamos, abrazar cuando lo necesitamos y llorar cuando haga falta.

—¿Tan solo eso?

—Así es.

—Quizá tengas razón.

—Toma, llévatelo, es para ti. Ábrelo cuando vuelvas a casa—dijo Marcos entregándola un pequeño paquete.

Ambos se despidieron, y Sara marchó al cementerio. Allí, bajo la sombra de un ciprés, visitó la tumba de su madre después de mucho tiempo. Quizá su vida no había llegado al lugar que siempre soñó y era consciente de que el dolor siempre la acompañaría, pero algo empezó a cambiar tras esa conversación.

Subida en el tren de regreso se dio cuenta de que aún no había abierto el regalo que le entregó Marcos. Al desenvolverlo se encontró una caja de Yemas de Santa Teresa, con una nota escrita a mano:

“Sara, aquí te regalo doce dulces billetes para regresar a los buenos momentos. Compártelos con una taza de café y una buena conversación. Nunca olvides que las cosas más bonitas de la vida son como las Yemas de Santa Teresa: cada vez que las vivimos, quedan para siempre. Gracias por haber formado parte de mi historia y por este reencuentro.

Marcos”